Martes 25 de febrero, algunos minutos pasados las 3 de la tarde, se apagó Chile. Probablemente, al comienzo todos pensamos que se había prendido el microondas con la secadora o la plancha y que “había saltado el tapón”, como se decía antes. Luego, quizás era algo sectorial, algún choque o poste caído. Hasta que la noticia de que era algo regional y, luego, nacional, empezó a expandirse rápidamente.
Muchos rumores, pocas realidades. Nuevamente, cadenas de WhatsApp con información de dudosa credibilidad: que había explotado una subestación, que los incendios habían botado las líneas o hasta que cierto humorista de triste paso por el Festival de Viña del Mar era el culpable. Finalmente, una falsa alarma que el sistema detectó como cierta dejó a gran parte del país sin electricidad, lo que, sumado a una serie de errores de coordinación, hizo que la contingencia se extendiera hasta la noche del martes e incluso a la mañana del miércoles.
De esta manera, mientras teníamos un racconto a inicios del siglo XIX, varios comenzaron a preguntarme cuál podría ser el impacto en la actividad económica a raíz del corte masivo de electricidad en el país. Ante esto, creo que es importante señalar algunas cosas para —más o menos— tener una idea.
Lo primero es entender que el mes en que ocurre tiene importancia, especialmente por impactos, por ejemplo, en servicios de educación (aunque no es el único). Ya que la gran mayoría de los estudiantes aún gozan de vacaciones, no hay mucho efecto ahí, tanto en la comparación mensual desestacionalizada como en la variación interanual. Segundo, la hora es relevante, ya que la disminución de horas hábiles es menor a si el corte hubiese ocurrido durante la mañana. Es evidente que esto no corre para procesos continuos, pero tampoco olvidemos que muchas de estas faenas cuentan con generadores propios o tienen otras fuentes energéticas, lo que es relevante para el caso de la minería. De hecho, para el anterior apagón, causado por los temporales en 2024, nuestra estimación de los impactos terminó siendo bastante mayor a la efectiva, probablemente aminorada por los argumentos anteriores.
Para tener un orden de magnitud, un día hábil menos, en promedio, tiene un efecto de -0,5 pp interanual en la actividad. Sin embargo, un día hábil menos tiene efectos disímiles entre sectores, ya que algunos incluso se pueden ver beneficiados. Si asumimos que todos los impactos a sectores fueran negativos, una cota máxima podría estar en -0,8 pp. Si consideramos que algunos sectores no tuvieron interrupciones, una cota inferior podría estar en -0,2 pp. Ahora, tomando en cuenta sólo el medio día, acotaríamos los efectos a un mínimo de -0,1 pp y un máximo de -0,4 pp.
De manera preliminar, nuestra estimación para enero se ubica en 2,1% a/a, mientras que para febrero estimamos 0,3% a/a. Si aplicamos a esta última un impacto promedio (-0,25 pp), nuestra proyección para el mes en curso caería hasta 0,0% a/a.
Finalmente, creo que algo positivo podemos rescatar de todo esto. Muchas veces, el problema de los plazos de aprobación de proyectos, las regulaciones superpuestas entre distintas entidades del Estado e incluso algunas negativas a proyectos a pesar de que cumplen con toda la normativa, era percibido como un problema “de otros”.
Más allá de indicadores macroeconómicos y las noticias relacionadas, no existía una percepción del impacto cotidiano que la no realización de distintos proyectos de inversión podría tener en la vida diaria de los ciudadanos. Este masivo corte de luz puede cambiar aquello, modificar la percepción sobre la necesidad y beneficios de la inversión, para llegar a traducirse en leyes o reglamentos que destraben iniciativas hoy esperando para ser aprobadas. Digo, como para ver el vaso medio lleno.